Andrés Gallego se deshace de la imagen del cura convencional y apuesta por una iglesia más cercana al mundo en el que vivimos.
Se le puede ver andando por el campus de la Universidad Católica lleno de energía, con un espíritu jovial que deja traslucir su pasión por vivir el día a día, por mantenerse activo sabiendo que allá afuera hay muchas personas por las que se puede hacer algo. Se le puede ver, con esa figura alta y espigada, la barba blanca y tupida, la mirada comprensiva y aguda, devolver saludos con una sonrisa sincera y una broma rápida y precisa.
Justamente esa sonrisa tan agradable, tan amiga y espontánea caracteriza el espíritu de Andrés Gallego, una persona que decidió tomar por asalto la vida y entregar todo de sí en distintas facetas: la religión, la enseñanza y la dedicación a los demás. Facetas que canalizan y evidencian el rasgo definitorio de su ser: una fascinación por la naturaleza humana, por la vida del hombre, con sus virtudes y sus imperfecciones. “Me apasionan las personas”, nos cuenta, y por eso la humanidad será siempre merecedora de su fe: “Yo creo en el hombre, yo creo en el ser humano”, añade.
Esta creencia lo llevó a brindar trece años de su vida al trabajo en comunidad en la capilla Cristo Redentor del Rímac, una lucha incansable por acercar la iglesia a las personas y poner en práctica el mensaje de Cristo.
Se le puede ver andando por el campus de la Universidad Católica lleno de energía, con un espíritu jovial que deja traslucir su pasión por vivir el día a día, por mantenerse activo sabiendo que allá afuera hay muchas personas por las que se puede hacer algo. Se le puede ver, con esa figura alta y espigada, la barba blanca y tupida, la mirada comprensiva y aguda, devolver saludos con una sonrisa sincera y una broma rápida y precisa.
Justamente esa sonrisa tan agradable, tan amiga y espontánea caracteriza el espíritu de Andrés Gallego, una persona que decidió tomar por asalto la vida y entregar todo de sí en distintas facetas: la religión, la enseñanza y la dedicación a los demás. Facetas que canalizan y evidencian el rasgo definitorio de su ser: una fascinación por la naturaleza humana, por la vida del hombre, con sus virtudes y sus imperfecciones. “Me apasionan las personas”, nos cuenta, y por eso la humanidad será siempre merecedora de su fe: “Yo creo en el hombre, yo creo en el ser humano”, añade.
Esta creencia lo llevó a brindar trece años de su vida al trabajo en comunidad en la capilla Cristo Redentor del Rímac, una lucha incansable por acercar la iglesia a las personas y poner en práctica el mensaje de Cristo.
Milenka Milasnovich y Ángel Moschela son amigos cercanos de Andrés, lo conocieron hace más de diez años trabajando en dicha capilla; para la pareja, el sacerdote contribuyó a que la iglesia en esa comunidad se convierta en una familia. “Con él todos sentían que su opinión era tomada en cuenta, logró involucrar a las personas: jóvenes, adultos, hombres, mujeres”, afirma Milenka. Esa pasión por el ser humano hace que Andrés promueva y defienda el valor de las personas en la construcción de una nueva iglesia.
El inicio del camino
El pueblo de Lorca, en la región española de Murcia, ubicada junto al Mediterráneo, lo vio nacer un cinco de octubre de 1945. Su determinación por la vida religiosa fue resultado de un proceso de reflexión y cuestionamiento desde los dieciséis hasta los veinte años: “Nació en mí la idea de ser útil, de ayudar a los demás. Comencé a preguntarme: ¿Qué querrá Dios de mí?”.
Su vocación por la religión no fue, sin embargo, instantánea e inalterable: “Por momentos flaqueé, abandoné el seminario, tuve enamorada. Llegué a pensar: ‘esto no es para mí’”. Pero la fe en Dios y la determinación de ayudar a los demás lo pusieron de vuelta en la senda del sacerdocio. Hoy, con más de 30 años trabajando por la iglesia, asegura que el ser sacerdote no representa un sacrificio, por el contrario, “ha sido fuente de muchas satisfacciones para mí”.
“Creo que una de las cualidades de su obra es haber llevado una visión académica a la comunidad que hace que transmita el mensaje cristiano desde una perspectiva más grande”, opina Martín Sánchez, colaborador de la capilla Cristo Redentor y ex alumno suyo en la PUCP.
Su vocación por la religión no fue, sin embargo, instantánea e inalterable: “Por momentos flaqueé, abandoné el seminario, tuve enamorada. Llegué a pensar: ‘esto no es para mí’”. Pero la fe en Dios y la determinación de ayudar a los demás lo pusieron de vuelta en la senda del sacerdocio. Hoy, con más de 30 años trabajando por la iglesia, asegura que el ser sacerdote no representa un sacrificio, por el contrario, “ha sido fuente de muchas satisfacciones para mí”.
“Creo que una de las cualidades de su obra es haber llevado una visión académica a la comunidad que hace que transmita el mensaje cristiano desde una perspectiva más grande”, opina Martín Sánchez, colaborador de la capilla Cristo Redentor y ex alumno suyo en la PUCP.
Al respecto, la preparación académica de Andrés habla por sí sola: estudió Filosofía en el Seminario Nacional de Misiones Extranjeras, Teología en la Universidad Pontificia Comillas y satisfizo su gusto por las letras al graduarse en Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid. “Nunca lo llegué a ejercer, cuando tuve que elegir entre la vida religiosa y el periodismo, elegí lo primero”, confiesa.
Llegó al Perú en 1975 a pedido suyo: “Desde que entré al seminario pensé en salir a misiones, por aquel entonces Perú era el país más interesante de la región debido a la revolución de Velasco. Existía un contexto de novedad”.
Fue así que aquel joven y entusiasta sacerdote decidió cruzar el Atlántico y embarcarse en una nueva vida llena de grandes expectativas, las que, según afirma, mantiene hasta hoy: “una iglesia más fiel al Evangelio y al pueblo, que defienda el valor de lo humano sabiendo que no hay otra manera de valorar lo divino. Una iglesia que defienda la dignidad de las personas”, expectativas emotivas, valientes y arriesgadas, provenientes precisamente de un hombre idealista, de un padre inusual.
Fue así que aquel joven y entusiasta sacerdote decidió cruzar el Atlántico y embarcarse en una nueva vida llena de grandes expectativas, las que, según afirma, mantiene hasta hoy: “una iglesia más fiel al Evangelio y al pueblo, que defienda el valor de lo humano sabiendo que no hay otra manera de valorar lo divino. Una iglesia que defienda la dignidad de las personas”, expectativas emotivas, valientes y arriesgadas, provenientes precisamente de un hombre idealista, de un padre inusual.
Rompiendo estereotipos
Quienes lo conocen de cerca saben de lo particular de su persona y de lo llamativo de sus pensamientos. “Ve las cosas con novedad, frescura, posee una mirada irreverente, distinta, es una persona que rompe esquemas, un cura sin convencionalismos y creo que eso le ha ganado la incomprensión de muchas personas”, refiere Martín al preguntarle por la personalidad de su amigo.
Andrés se desprende de la imagen del sacerdote convencional, no se encierra en un mundo sagrado e inmaculado sino que se inserta en la vida real y desde ahí construye una relación de espiritualidad. Él explica su posición diciendo: “Mientras que para mí lo eclesial es importante, lo eclesiástico me revienta mucho”.
Confiesa, que sus puntos de vista no le han traído tanto problema como sí lo ha hecho la opción de cambio por la que apuesta dentro de la iglesia: una relación horizontal en la que las autoridades religiosas respeten la opinión y el sentir de los fieles, dejando atrás perspectivas intolerantes que condenen al ser humano y su vida en la tierra. “Eso algunos problemas sí me ha traído”.
Precisamente al mando de la capilla Cristo Redentor empezó a hacer tangible su anhelo de cambio. Llegó al Rímac en 1996, como reemplazo del padre Gustavo Gutiérrez, a quien considera un gran amigo. Alternando sus labores eclesiales con la enseñanza en la PUCP, construyó una familia, un cuerpo de trabajo y amistad en la zona, en el que promovió la iniciativa de los laicos dentro de la capilla y la manifestación de sus puntos de vista.
Con el tiempo esa iniciativa fue mostrando sus frutos: Andrés, junto al esfuerzo de amigos y vecinos del lugar, lograron implementar un consultorio médico, una biblioteca, un club de madres, un botiquín y brindaban almuerzos y desayunos para los niños, servicios comunitarios que se mantienen hasta hoy.
Esa labor y su constante preocupación por los demás hicieron que se ganara el cariño de la gente. “Andrés se llevaba bien con todos, tiene una gran capacidad de conectarse con los demás; es solidario, no dudaba en apoyar económicamente a las personas humildes si era necesario. Generoso con su tiempo, preocupado por los demás, visitaba a los enfermos de la zona, les llevaba la hostia ya que no podían asistir a misa, tenía con ellos ‘esos pequeños grandes detalles’”, afirma Ángel Moschella.
Andrés se desprende de la imagen del sacerdote convencional, no se encierra en un mundo sagrado e inmaculado sino que se inserta en la vida real y desde ahí construye una relación de espiritualidad. Él explica su posición diciendo: “Mientras que para mí lo eclesial es importante, lo eclesiástico me revienta mucho”.
Confiesa, que sus puntos de vista no le han traído tanto problema como sí lo ha hecho la opción de cambio por la que apuesta dentro de la iglesia: una relación horizontal en la que las autoridades religiosas respeten la opinión y el sentir de los fieles, dejando atrás perspectivas intolerantes que condenen al ser humano y su vida en la tierra. “Eso algunos problemas sí me ha traído”.
Precisamente al mando de la capilla Cristo Redentor empezó a hacer tangible su anhelo de cambio. Llegó al Rímac en 1996, como reemplazo del padre Gustavo Gutiérrez, a quien considera un gran amigo. Alternando sus labores eclesiales con la enseñanza en la PUCP, construyó una familia, un cuerpo de trabajo y amistad en la zona, en el que promovió la iniciativa de los laicos dentro de la capilla y la manifestación de sus puntos de vista.
Con el tiempo esa iniciativa fue mostrando sus frutos: Andrés, junto al esfuerzo de amigos y vecinos del lugar, lograron implementar un consultorio médico, una biblioteca, un club de madres, un botiquín y brindaban almuerzos y desayunos para los niños, servicios comunitarios que se mantienen hasta hoy.
Esa labor y su constante preocupación por los demás hicieron que se ganara el cariño de la gente. “Andrés se llevaba bien con todos, tiene una gran capacidad de conectarse con los demás; es solidario, no dudaba en apoyar económicamente a las personas humildes si era necesario. Generoso con su tiempo, preocupado por los demás, visitaba a los enfermos de la zona, les llevaba la hostia ya que no podían asistir a misa, tenía con ellos ‘esos pequeños grandes detalles’”, afirma Ángel Moschella.
Un estilo de vida
Pequeños grandes detalles que para un seguidor de la Teología de la Liberación como Andrés, conforman la base de su creencia. La adopción de esta doctrina comenzó desde sus días en el seminario, creció con su labor como sacerdote con el paso de los años, se fortaleció con el trabajo que realizó junto a Gustavo Gutiérrez y hoy, el significado que tiene en su vida es grande: “Ha sido, para mí, la posibilidad de entender más en profundidad el Evangelio; descubrir la dimensión e importancia del pobre en la práctica de Jesús. Una espiritualidad, una profundización de mi relación con Dios" -afirma.
Hoy, por lo que él describe como una “incompatibilidad de líneas pastorales” con ciertas figuras eclesiales superiores, su labor en el Rímac ha terminado. Sin embargo, no ha sido impedimento para seguir estrechando lazos de confraternidad con las personas de la zona y, mucho menos, para seguir derrochando energía ayudando a quienes lo necesitan, para seguir predicando las convicciones que defendió durante toda su vida, para seguir mostrando esa sonrisa amiga a quien busque su consejo, para seguir ofreciendo su existencia en defensa de la vida, en defensa del ser humano y, por tanto, en defensa del mensaje de Dios. Y es que para Andrés: “Lo cristiano no es sino tomarse lo humano radicalmente en serio”.
Hoy, por lo que él describe como una “incompatibilidad de líneas pastorales” con ciertas figuras eclesiales superiores, su labor en el Rímac ha terminado. Sin embargo, no ha sido impedimento para seguir estrechando lazos de confraternidad con las personas de la zona y, mucho menos, para seguir derrochando energía ayudando a quienes lo necesitan, para seguir predicando las convicciones que defendió durante toda su vida, para seguir mostrando esa sonrisa amiga a quien busque su consejo, para seguir ofreciendo su existencia en defensa de la vida, en defensa del ser humano y, por tanto, en defensa del mensaje de Dios. Y es que para Andrés: “Lo cristiano no es sino tomarse lo humano radicalmente en serio”.