lunes, 16 de mayo de 2011

Soledad en La Colmena

La avenida La Colmena, en el Centro de Lima, está llena de charcos, vacíos de cemento en los que se empoza el agua de desagüe. Durante el día pasan desapercibidos. El humo, las combis, los comerciantes que expelen perfumes de botica acaparan la atención. De noche, sin embargo, decoran el escenario. Brillan por el reflejo que les ofrecen los postes de luz. Logran que la avenida pierda urbanidad.

Resulta fácil esquivarlos pero a la larga molesta. Más cuando los charcos exhiben con orgullo su suciedad, defienden el perímetro en el que eligieron extenderse, lucen largas barbas negras y te gritan si los miras. Apestan a muerto y casi siempre los acompaña una cama improvisada de cartón y lana. La gente los llama “loquitos” con cierta lástima pero más asco. Las madres prohíben a sus hijos acercárseles. Por la noche varios de ellos terminan en La Colmena, como cualquier burgués que llega a su casa luego del trabajo. También decoran el escenario.

Ezequiel tiene 56 años. Hace siete que lleva una vida “libre e independiente, fuera de las opresiones del gobierno y la corrupción”. Psicólogo de profesión, confiesa que no vive en la avenida. “Yo no vivo en la calle, yo vivo en Fiori, pero actualmente estoy separado de mi mujer”. Lleva una colcha gris a cuadros que estruja contra su tórax desnudo. A su lado, una botella de plástico verde con tapa azul. Es cañazo, se lo vende el emolientero a un sol cincuenta. “Me mantiene caliente, no creas que soy un adicto” aclara con convicción. Su única hija lo visitó dos veces el año pasado. Fue ella quien le trajo la colcha.

El anónimo, por el contrario, jamás pisó la universidad. Vivió durante casi diez años en el mar, albergado en un barco de carga “que tenía casino, cine, todo pues, para que no te aburras. He viajado por casi todo el mundo, Chile, Ecuador, Panamá, Costa Rica, Estados Unidos. Te pagaban tanta plata que no sabías en qué gastarla”. No da pista alguna para llegar a las razones que lo trajeron allí. Lleva la conversación por donde quiere. Necesita hablar. Y eso hace, aprovecha la oportunidad. Además, se niega a recibir dinero: “yo no soy un vagabundo, yo no pido limosna”. A pesar de la endeble torre de periódicos en los que dormirá dentro de unas horas. Si puede dormir.

Un tercero, Juan Carlos De La Puente, se presenta de forma inusual: “yo siempre quise llamarme Juan Carlos De La Puente”. Guarda todas las características físicas de los de su raza: uñas largas y hongosas, cabello brilloso hasta el hombro, piel raída y ploma. Provoca la misma certidumbre que todos los demás: no podríamos reconocerlo hace veinte años. Pero él parece estar mucho mejor atendido. Los restos de comida en un envase de tecnopor lo atestiguan.
La locura en él se asoma con violencia risible. Tiene que ver con apariciones de santos, la voz de su madre fallecida como una constante punzada en su oído, la seguridad de que su saliva ha sido bendecida. Por eso se frota las manos con ella antes de cada comida y masca levemente un rosario de madera que ahora lleva enrollado en su muñeca. Jamás mira a la gente a los ojos, se esconde tras la complicada masa negra que cubre su cerebro. Pero sigue con la mirada a cada transeúnte que pasa a su lado. En ese breve periodo su rostro queda descubierto, así como el tajo profundo por encima de su ceja. Una herida rencorosa, como diría Borges.

A sol la barra
En el segmento de la avenida que empieza en el final de la Plaza San Martín, tres locales separados a una cuadra de distancia llaman a sus clientes con gritos y toscos ademanes. “!A sol la barra caballero!” se escucha nítidamente. Inútil llamado que los parroquianos se esmeran por no atender. Después de todo, el público asistente no varía en lo absoluto. Son siempre los mismos, a veces el mismo día de la semana.

Hombres de corbata y saco o camisa a secas son los asiduos. Muy pocos no superan los treinta años. No miran al tipo de la puerta que cobra el sencillo. No reparan en el fajo de boletos que cuelga de sus muñecas ni en el irrisorio sello de agua de cada ejemplar. Entran con la seguridad de quien sabe a cabalidad lo que le espera. Un espeso y persistente humo de efectos lacrimógenos, un hedor de vagina sucia y semen seco, mujeres desnudas frotándose sin arte en una vara de metal.

Si bien la barra está abierta y alumbrada con focos lilas, sólo tres tipos la habitan y no se mueven de su sitio. De espaldas al espectáculo, parece que pagaron un sol para poder sentarse allí. Por ratos una prostituta se les acerca para lamerles el oído o buscar sentarse en sus piernas, pero no acceden a la oferta por más jugosa que resulte. “Papito, quince Luquitas, aquí detrás del escenario”. Se mantienen inmóviles, ni siquiera se molestan en rechazar las ofertas. Tampoco hablan entre ellos, a lo mucho brindan con un “salud” que no parece tener importancia. El barman los conoce, no les pregunta qué quieren tomar. Se limita a servirles cerveza hasta que le indican que ya no quieren tomar. Luego se van callados.

El tumulto de gente alrededor del escenario son sus antagonistas. Se empujan entre sí para ver más de cerca el show. Gritan desaforadamente, exigiendo que la bailarina se desnude de una vez o se acerque más a ellos. Algunos se masturban asolapados en las esquinas, otros eyaculan en el parqué de la pista de baile. Ellos sí conversan, comentan sobre las carnes de la prostituta, se consultan los precios de sus servicios. Saben, de antemano, que las “gringuitas” valen más porque son menos comunes. O simplemente lo suponen porque sufren el complejo de que sólo su dinero podría lograr que tengan la lengua de una de ellas entre las piernas.

A las cinco de la mañana los locales cierran. Para ese entonces sólo se han quedado quienes tienen sexo detrás del escenario o, por más dinero, en el segundo piso que sólo cuenta con tres cuartos. A las ocho de la mañana La Colmena vuelve a poblarse. Los comerciantes se instalan y se disponen a hacer su día.

La bulla vuelve a hacer imposible la comunicación.

1 comentario:

  1. Amanda, debo confesar que he suprimido un pronombre ("ellos") y he mejorado el final. Sucede que los verbos estaban un poco mal conjugados. Además, le di a la última oración la categoría de párrafo jaja. Eso era todo. Espero que sea esta la versión que tomes en cuenta.

    ResponderEliminar