lunes, 27 de junio de 2011

Edmundo Cruz: la persona tras el periodista

Edmundo Cruz: la persona tras el periodista

Sus investigaciones han sido determinantes en la historia reciente del Perú. A pesar de ser uno de los periodistas más reconocidos dentro del gremio, siempre ha preferido mantener un perfil bajo. No busca los reflectores, no aparece en la televisión, no se muere por ser un líder de opinión. Un reciente documental desarrolló una de sus investigaciones más emblemáticas, pero de él, como persona, no se sabe mucho. ¿Qué lo llevó a la investigación? ¿Cómo vivió los años más duros de la dictadura?

Escribe: Israel Guzmán

La mañana del 17 de abril del 2009 unos veinte alumnos de la Católica estábamos en el décimo piso de la Dirincri. Como parte de una clase, un Mayor PNP nos explicaba los términos policiales que usan para describir muertes violentas. La mayoría no le prestábamos mucha atención, no era su culpa: uno de los muchachos seguía las noticias en la radio y nos actualizaba. En realidad nos decía que todavía, que un momento, que seguían sustentando, hasta que poco después del mediodía soltó la frase que estábamos esperando: “¡Le dieron 25 años!”. Tuvo que acabar la charla del oficial para que el propio Edmundo Cruz, profesor que nos había llevado, confirme la noticia en medio del aplauso de la mayoría.   

Era la ya conocida sentencia al ex presidente Alberto Fujimori, condenado por las matanzas de Barrios Altos y La Cantuta, además de los secuestros del periodista Gustavo Gorriti y del empresario Samuel Dyer. En los dos primeros casos las investigaciones periodísticas realizadas por la revista a principios de los años noventa fueron claves para las acusaciones penales formuladas en 1993 contra el grupo Colina.

En dicho semanario un periodista destacó por la cantidad de fuentes militares que manejó, y porque además a él se le reveló la ubicación de las fosas comunes de Cieneguilla y Huachipa, donde yacían los restos de nueve estudiantes y un profesor de la Universidad La Cantuta. Como explica el reciente documental “La Cantuta, en la boca del diablo”, el hallazgo de los cadáveres fue fundamental para demostrar la existencia del crimen e iniciar el proceso penal contra el grupo Colina y sus organizadores.

Ese periodista es Edmundo Cruz, hoy uno de los más respetados en la rama del periodismo de investigación en el Perú.

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“Lo primero que tienes que saber, es que Edmundo es un trabajólico”, empieza Gustavo, su hijo. Lo dice sin rencor y sin ánimo de reproche. De hecho, se ve feliz de hablar de él, y sus palabras parecen inspiradas por la admiración pura y no por el orgullo jactancioso de quien querría –y podría- presumir de su padre. “Es así, es algo que le gusta. Que el mundo se caiga, pero que le dejen escribir”, prosigue feliz.

En el aula su apodo fue Yoda. Más allá del parecido físico –baja estatura, cabello ralo y edad avanzada- algunos de sus alumnos le atribuyeron otra semejanza: saberlo todo. Probablemente exageraban, pero lo cierto es que ambos maestros viven rodeados de un aura de misticismo que los envuelve y que deslumbra a sus pupilos.

Edmundo es bastante bajo y camina ya ligeramente encorvado. Su mirada es bastante tranquila, serena, sus pequeños ojos pardos miran siempre atentamente a través de un par de anteojos de gran tamaño. Tiene la nariz ancha y las orejas algo grandes, sus cejas poco pobladas son notorias pues las mueve con bastante expresividad al hablar, remarcando sorpresa o demandando especial atención en algún punto importante de la conversación. Al recordar el pasado parece abstraerse y fija la mirada en un punto para concentrarse mejor. Eso sí, voltea cada cierto tiempo como para asegurarse de que todavía lo escuchan y sonríe irónicamente al llegar a alguna conclusión.

Piurano de nacimiento, Edmundo creció en la localidad de Negritos, una ciudad-empresa donde operó la International Petroleum Company (IPC). La compañía, que sería nacionalizada en el 68, tuvo fuerte influencia en la política peruana, y también en Edmundo Durante la guerra con el Ecuador, en los cuarenta, vendió combustible a ambos países, y en plena Segunda Guerra Mundial, abasteció la base aérea estadounidense de la ciudad de Talara.
Edmundo vio cómo miembros del ejército norteamericano mandoneaban a oficiales peruanos, creció respirando un ambiente altamente politizado y de fuerte presencia sindical; vivió sus primeros años junto a lo que debió parecerle la encarnación del capitalismo.

Su padre esperaba que sus hijos se orienten hacia alguna carrera de ingeniería. Le iba bien como comerciante y contrató un profesor particular de matemáticas para él y sus hermanos; cuando Edmundo todavía estaba en la primaria ya habían desarrollado el conocido Baldor de aritmética y parte del de álgebra. Cuando a los trece años se traslada junto con su familia hacia Lima su futuro profesional estaba trazado.

Se instalan en La Victoria y él ingresa a la secundaria del colegio Guadalupe. Eran los años del ochenio de Odría y el colegio estaba también militarizado. Como representante escolar se reunió con sus pares de otras grandes unidades como el Melitón Carbajal y el Alfonso Ugarte; una vez organizados convocaron a los ministros de educación y transporte para implementar el pasaje escolar. Luego de un año se quiso desconocer esta norma y Edmundo se vio liderando las protestas -algunas de las cuales no fueron muy pacíficas y dejaron cientos de heridos- que finalmente lograron restablecerlo.

“Ese movimiento fue muy importante para cambiar la profesión que yo quería estudiar”, señala. A los dieciocho años ingresó a la universidad de San Marcos, pero la ingeniería ya no estaba en sus planes: “Me impactó mucho la situación del país –recuerda-. Quise orientarme a una profesión de proyección social y política… Por eso cambié a Derecho”.

Dos años después de su ingreso, en 1959, vence la revolución cubana, símbolo del triunfo y difusión del comunismo, además del rechazo al imperialismo en América Latina. En el Perú, las dos principales corrientes políticas eran el marxismo y el aprismo. “Se tenía dos alternativas, yo me orienté por el marxismo”, indica con calma. De hecho, la militancia en el Partido Comunista del Perú lo llevó a viajar a Rusia y a Cuba, y a dirigir el vocero Unidad, “lo convertí en semanario y fui su director a la edad de 28 años”, explica el periodista. Nunca llegó a graduarse como abogado.

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“En mi familia dicen que mi viejo tiene una amante, él siempre para desaparecido. Su amante se llama La República”, bromea Gustavo.

La oficina que tiene en el diario es bastante sobria, de paredes blancas, sin adornos, sin fotos, sin cuadros, sin nada que revele nada de la persona que la ocupa. Casi siempre viste formal, esta vez lleva una corbata plateada a rayas con el nudo bastante suelto y una camisa blanca remangada. En el respaldar de su silla cuelgan una chompa ploma y un saco a juego.

Edmundo abandonó la carrera de derecho y se dedicó a la actividad partidaria a tiempo completo: “Comencé ahí una primera etapa de mi vida ya madura, de unos quince años de intensa actividad política. Casi todos esos años viviendo como hijo de papá”. Esos años vivió con su familia de los ingresos que les reportaba una tienda manejada por su madre. La experiencia no lo convenció del todo como periodista, pues si bien trataba de estudiar problemas de la realidad nacional, la posición tenía que ser la del partido. Cuando llevaba quince años metido en política, ella enferma gravemente: “Tuve que despertar un poco a mi realidad familiar, dedicarme a trabajar, y de lo único de lo que podía trabajar en ese momento era de maestro y como periodista”. Tuvo que recursearse enseñando en colegios y academias preuniversitarias.

En 1974 presenta su renuncia al Partido Comunista Peruano luego de varios días de reflexión. “Para mí lo decisivo en mi alejamiento fue mi decepción con algunas cuestiones de carácter ideológico. Yo estaba de acuerdo con cuestiones básicas respecto al papel que jugaba la URSS en cuanto apoyaba los movimientos de independencia nacional o de reforma social, pero no me parecía que hubiera una dependencia en el terreno ideológico, en el terreno programático, en el terreno orgánico y en el terreno financiero”, explica. Sumado a eso, sentía que la organización no maduraba: “Veía los mismos defectos: oportunismo, aprovechamiento; yo como joven lo daba todo… y otros dirigentes no así. Por supuesto rescatando el gran aporte y la gran entrega de muchos” –aclara-. “No reniego de esa etapa, al contrario, la valoro, la viví con mucha transparencia, con mucha entrega, con planteamientos certeros y planteamientos equivocados, pero decidí buscar otro camino para la vocación social que yo era consciente que tenía”.

Todo esto lo dice calmado, hablando despacio como es su costumbre. Y es que Cruz refleja siempre cierto aire de tranquilidad. A pesar de ser uno de los periodistas más importantes del Perú inspira confianza al hablarle, muestra siempre respeto, no asusta, no impone su presencia. Como dice su hijo: “No  suele caerle mal a nadie”. Tal vez eso lo ayudó a obtener tantas fuentes.

Así empezó otra etapa de su vida. Fue asesor de prensa de las más grandes organizaciones sindicales: la Federación Bancaria, el Sindicato Telefónico, la Federación de Trabajadores Luz y Fuerza. “Editaba semanalmente doce revistas de este tipo, y también hacía revistas para una o dos empresas”, señala Cruz, pero también indica que con el tiempo se dio cuenta de que eso no lo satisfacía: “Veía que el fenómeno de la violencia se desarrollaba y yo lo seguía desde mi trabajo en la prensa institucional y como docente, pero siempre sentía la atracción de volver a trabajar en una actividad que me vinculara más directamente a esta actividad social, política”.

Mientras tanto se desempeñó fugazmente como maestro en la recién creada facultad de comunicaciones de la San Martín, pero es en la entonces escuela de periodismo –ahora universidad- Jaime Bausate y Meza donde llega a ser subdirector académico. Aquí tendría el primer contacto con quien es actualmente otro de los periodistas de investigación de mayor renombre  en América Latina: Ricardo Uceda. Siendo amigos, Edmundo le confesaría la insatisfacción que le generaba el periodismo institucional: “me sentía no realizado, no digamos frustrado”, aclara, “pero un poco perdido tal vez”. Y no era para menos. Todo el conocimiento y manejo político logrado tras años de experiencia se almacenaban sin capitalizarse, sin encontrar un medio donde ser vertidos.

Así, en 1986 Ricardo Uceda lo lleva hacia las filas del fugaz y socialista diario La Razón, periódico fundado por Alfonso ‘Frejolito’ Barrantes. Pero es recién en 1989, cuando Uceda asume la dirección del semanario , que vuelve a llamar a Cruz y éste entra de lleno al periodismo masivo. “A la revista Sí llego a los cincuenta años, y es ahí donde me hago reportero de investigación”.

En su reconocido libro Muerte en el Pentagonito, relato de una investigación sobre las prácticas de la Armada Peruana de 1983 a 1993, Uceda describe así a Edmundo Cruz: “Al lado de su olfato lucía una minuciosidad casi patológica. Por estos atributos –delante de los cuales había otro: que era un hombre íntegro- Uceda lo convenció de que abandonara el periodismo institucional al que se hallaba dedicado para que en escribiera sobre asuntos de seguridad”.

Bajo este descubrimiento tardío de la vocación investigativa palpitaba cierta inquietud, un ligero reproche por no haber empezado más temprano. Sin embargo, Cruz reflexiona y advierte también la ventaja que le representó la experiencia obtenida en la prensa política e institucional: por un lado dominaba varios de los problemas que demarcaban el escenario social de la época, y por otro, había trabajado ya al filo de la navaja, “ser director de un semanario de orientación marxista en los años sesenta y setenta no era un trabajo que se podía realizar sobre lecho de rosas”.

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Tenía pues experiencia en ser blanco de seguimientos y espionaje.

A mediados de los años ochenta el género investigativo toma fuerza en el Perú. Aparecen los primeros grandes reportajes de investigación: Caretas en el 85 con Langberg, Villa Coca y Sendero Luminoso en el 86. A inicios de la década de los noventa, conduciría las investigaciones más importantes sobre las matanzas de La Cantuta y Barrios Altos.

“¿Por qué la revista descubrió las fosas de La Cantuta?”, reflexionó Edmundo hace dos años en la entonces revuelta sala de reuniones de la unidad de investigación. “Podría pensarse que tuvo reporteros brillantes o algo parecido. Yo creo que no fue así”, señala humildemente. Con un sincero tono de franqueza, prefiere repartir créditos entre todo el equipo: “ descolló en el periodismo de investigación tanto por su línea independiente y profesionalismo en la cobertura, así como por su estilo de trabajo”.

era un semanario que aparecía todos los lunes, día en el que se reunía el personal de la revista y dedicaba un buen par de horas a hacer papilla el número que acababa de salir, para luego plantear los temas de la semana entrante. Crítica constructiva le llaman ahora.

Es conocido también que desde 1989 especializó dos reporteros en la cobertura de fuentes para temas de la violencia política: Edmundo Cruz cubría las fuentes militares, y José Arrieta las policiales. Además, siempre compartía fuentes con el periodista que escribiese el artículo principal.

De este modo, desarrolló una red de fuentes bastante amplia con la que no contaban los otros medios. “Semanalmente conocía a cinco militares por lo menos”, dice Cruz. Considerando que en esos años las fuentes oficiales se encontraban cerradas, esta red fue vital. Aprendió a manejar los datos que obtenía, a analizar por qué se los entregaban y a contrastar lo encontrado para darle nobleza a la información. Uceda era muy exigente en este punto, y todos sabían que toda nota tenía que estar respaldada por documentos o testimonios, además de consignar la opinión de la otra parte.

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Tan dedicado como estaba a su trabajo, era inevitable que Edmundo sacrificara un poco de tiempo en familia. “A muchos periodistas les falta encontrar un equilibrio entre el trabajo y la familia, y a mi viejo también”, me contó Gustavo hace dos años, “aunque en los últimos años mi mamá le ha puesto un poco el pare. Es por cuidarlo, él no puede exigirse lo mismo que antes”. A todo esto, aclaró que no le hubiera podido tocar un mejor papá: “No paraba mucho conmigo”, recuerda, “pero sí estaba pendiente de mí. Llamándome todos los días, pendiente de lo que me gustaba. Me enseñó a jugar trompo y me compró mi primer skate. Hasta el día de hoy,  aunque no lo creas, cruzamos la calle y me agarra de la mano. Tiene esa costumbre desde que yo era un chiquillo” -Gustavo tenía ya veintiséis y todo esto lo decía con orgullo.

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Informando semanalmente sobre el fenómeno de la violencia y de la situación política la revista se afianzó en el campo del reportaje de investigación. Por la misma razón, estando bajo un régimen autoritario y que buscaba encubrir la mayor cantidad de información posible, sus reporteros tenían que protegerse de más de un peligro.

“Tú te relacionabas con fuentes que te daban información, pero por un determinado interés. Eran fuentes militares y policiales tras de las cuales se escondían las fuerzas de inteligencia”. Recibía información, pero tenía que cuidarse las espaldas; se movían conversando con ambos bandos, y lo tenían siempre presente: “Cuando trabajaban contigo trataban de sacarte qué sabías, o trataban de darte también información manipulada”.

Las notas que escribe un periodista de investigación afectan siempre a terceros, el problema es cuando los afectados son inocentes, y esta era una preocupación constante de Edmundo. En una entrevista con Merino Bartet, asesor de inteligencia del más alto rango en el SIN, -este dejó una pistola sobre la mesa a modo de advertencia-, le deslizó información sobre un general corrupto; le dio la pepa. La nota salió publicada y el general fue desaforado. Con cierto recelo Edmundo confiesa: “Yo siempre tuve la preocupación de haber sido un tonto útil”.

Años después recién pudo preguntarle a este general si él, Edmundo, tenía la culpa. “Puedes estar tranquilo”, –le contestó-, “cuando tu nota salió yo ya había recibido el documento por el que me pasaban al retiro”.

También tenían que cuidarse de ataques más directos: “Una forma en que nos protegíamos era que muy pocas veces firmábamos nuestras notas”, me contó Edmundo hace dos años, pero por más precauciones que tomasen no podían quedar en el incógnito por siempre: “Cuando se produjo el descubrimiento de las fosas de Cieneguilla, se conoció un poco la existencia de estos reporteros, pero antes no”, aclara. Comenzaron las presiones externas, aunque no eran continuas, sino que obedecían al desarrollo de los acontecimientos.

“Primero intentaron ganarnos como reporteros que recibieran información privilegiada, pero que en retribución manejáramos esa información de acuerdo a sus criterios. En una oportunidad el propio Martin Rivas –jefe operativo del grupo Colina- se reunió conmigo, Arrieta y Uceda, en mayo de 1993 con ese objetivo”. Al ver que esa estrategia no funcionaba, a modo de amenaza Martin dijo: “ustedes no firman, pero yo conozco los estilos de escritura de cada uno: yo sé cuándo escribe Lévano, sé cuándo escribe Uceda, sé cuándo escribe Cruz, sé cuándo escribe Arrieta. Yo soy un analista”.

Los periodistas, en vez de amilanarse, se defendieron también a su modo. Sabían ya de reuniones que había tenido Rivas con otros periodistas, con la misma finalidad de reclutamiento. Le mencionaron pues una reunión concreta que había tenido la semana pasada: personas, sitio, tema de conversación y duración. “De esa manera le bajamos la temperatura –sonríe Edmundo-, eran cosas que se iban aprendiendo”, recuerda sin poder evitar reflejar algo de nostalgia en la mirada.

Los principios los tiene bien arraigados. “Creo que él puede tener la cabeza en alto y nunca bajarla ante nadie”, comenta su hijo, “Una vez me quise comprar un celular en la cachina, cuando se enteró, pegó el grito en el cielo. Para él comprar cosas robadas es como si estuvieras robando”, recuerda Gustavo.  Más de una vez rechazó ofertas que le hacían el Ejército o la Fuerza Aérea para convertirse en un agente de inteligencia pagado. “Eso también te gana respeto frente a tus fuentes”, indica Edmundo. 

Tras el destape de las fosas de Cieneguilla, el Congreso decidió brindarle protección policial. Dos guardias cuidaban la entrada de su departamento en Lince. “Claro que eso nos costaba a nosotros desayuno, almuerzo y comida; y después de tres meses pedimos que la suspendieran, porque no podíamos mantenerlos”, vuelve a reír Edmundo. “Pero el escudo más seguro para nosotros –retoma el tono serio-, era que siempre tratábamos de hacer las cosas bien, y decir las cosas con fundamento”.

“Yo he aprendido mucho de él”, comenta su hijo, “Siempre que ha sacado una investigación lo ha hecho siguiendo la línea de que las fuentes que tiene son las fuentes seguras, son las fuentes confiables y que cualquier cosa que él diga, es la verdad”, afirma Gustavo. Y lo afirma con la convicción de quien lo ha visto trabajar a lo largo de muchos años, pudiendo dar fe de las miles de amanecidas del periodista: “Incontables son las veces en que he visto que se ponía a escribir y escribir y escribir, hasta que ya no le da el cuerpo”, cuenta aún medio asombrado, “miles de veces le he tenido que decir ‘ya duerme’,  y sin embargo se acostaba a las cuatro o cinco, dormía dos horas y se levantaba a las siete de la mañana, ya listo para trabajar”.

Pero las amenazas más graves llegaron desde fines del 96 cuando denunció el famoso plan Bermuda –para eliminar a César Hildebrant. Fueron meses de violencia ininterrumpida: intentaron secuestrar al general Rodolfo Robles, atentaron contra el Presidente del JNE y el Fiscal de la Nación y volaron la filial del canal 9 en Puno como forma de intimidación y represalia por el programa de Hildebrant. A inicios del 97 el equipo de La República reveló la construcción de un túnel en la residencia del embajador de Japón para liberar a los rehenes que mantenía el MRTA. Todas las amenazas terminaban, luego de la respectiva mentada de madre, de la misma manera: “la factura está girada, solamente falta cobrarla”.

Dos agentes del SIN sufrieron las consecuencias de estos hechos: Leonor la Rosa fue torturada y Mariela Barreto decapitada y mutilada de brazos y piernas. El propio general Sánchez Noriega, entonces jefe del SIE, confirmó durante el juicio a Leonor La Rosa la existencia y puesta en marcha del plan Tigre, cuyo objetivo era detectar y castigar a los agentes que filtraban información a La República. Años después un miembro del grupo Colina le contaría a Edmundo que a Mariela la mataron porque creían entregó información del túnel de la residencia del embajador, cosa que el periodista niega: “Ese trabajo lo hicimos con un equipo que yo coordiné. Yo había obtenido las placas y no me las había dado Mariela Barreto”.

“Fue una de las experiencias que más me ha afectado. Saber que a estas agentes, que en algún momento nos brindaron información… ¡pero no la que ellos refieren!” –se interrumpe abruptamente frunciendo el ceño. “Nos brindaron información sobre Sendero o violaciones a derechos humanos, sobre la organización del Grupo Colina, sobre cosas con las que no estuvieron de acuerdo… pero ellas no dieron nunca información por la cual los servicios de inteligencia la torturaron en un caso, y la mataron en el otro”. Esta última parte me la explica con total seriedad, con gran calma y viéndome a los ojos durante todo el rato.

Finalmente, a raíz de su línea independiente y opositora, la revista fue ahogada económicamente por el régimen fujimorista en 1994. Una vez que se comprometió la línea editorial, los periodistas tuvieron que abandonar el barco.

Edmundo Cruz pasó por los diarios El Mundo y El Sol, hasta que en julio de 1996 ingresó al diario La República, donde trabaja hasta hoy en la unidad de investigación. Buscando información ha viajado a la sierra y a la selva, se ha internado varios días en zonas rurales o poblaciones alejadas –más que resaltable en una persona que pasa de los setenta años. De hecho, es uno de los pocos periodistas que puede decir que conoce el VRAE. 

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Actualmente la actividad principal de Edmundo es su eterno trabajo de reporteo en el diario, al cual regresó hace poco después de un año de permiso. Un día a la semana lo dedica a la docencia universitaria. “Es nuestro deber, de los periodistas más viejos y experimentados, guiar a las nuevas generaciones”, me dijo en nuestra primera conversación. Conoce el actual sistema de enseñanza y lo critica con la autoridad de quien enseña desde hace más de treinta años: “Hay una falta de correspondencia entre los profesionales que la universidad forma, lo que necesita el mercado y lo que necesita el país más allá del mercado”. Habla también de la relación entre empresas, periodistas y centros de formación: “Son las empresas las primeras grandes beneficiarias del trabajo que hace la universidad, ¿y qué aportan?”.

Por increíble que parezca, no ha podido enseñar en dos de las principales universidades del país debido a cuestiones burocráticas: en una de ellas sobrepasa el límite de edad y en la otra es requisito tener título universitario.

Le pregunto por el reconocimiento que ha obtenido después de tantos años, si nunca le ha dado ganas de salir en la televisión, de tener lo que otros periodistas tienen habiendo hecho mucho menos. Intento que me hable del trato que recibe y su posicionamiento dentro del diario preguntándole por lo que es para mí –tal vez equivocadamente- una oficina plana y sobria. Me responde genuinamente sorprendido: “En primer lugar esta oficina es una de las mejores. ¡Yo me siento un privilegiado! Hemos mejorado mucho en La República”.

Luego se desvía de la pregunta. Habla en general, del reconocimiento a la labor del periodista, de que los corresponsales deberían tener un sueldo mínimo, de las herramientas digitales… Nunca me responde sobre su caso en particular.

Un periodista amigo suyo me comentó con gran amargura que –a su parecer- Edmundo no cuenta con la gratitud que le correspondería de parte de La República. En cierto punto de la conversación yo mencioné que Edmundo se ha mudado recientemente y está feliz porque los buses del metropolitano lo llevan más rápido al centro. “¿Cómo vas a dejar que tu periodista estrella vaya al diario en el metropolitano?”, respondió con una mezcla de incredulidad e indignación.

No llegué a saber si esa situación le incomodaba, si utilizaba el transporte público por evitar el tráfico o por estricta necesidad. Tal vez no le importe, y como dijo su hijo, que el mundo se caiga con tal de que le dejen escribir.

“El día que mi viejo deje de escribir yo voy a estar llorando sobre su tumba. Nunca va a dejar de hacerlo, no sé si pueda seguir en el diario tanto tiempo, pero nunca va a dejar de escribir, aunque sea por su parte”, observó Gustavo. “Parte de su éxito lo esclaviza, hace que se exija mucho más. No es lo que la gente espera de él –aclara-, sino lo que él espera de sí mismo”.

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