domingo, 5 de junio de 2011

Naturaleza marginal

Crónica de un encuentro con el poeta Domingo de Ramos.

Llego a las 4:15 de la tarde al bar Juanito, en Barranco. Me pido una jarra de cerveza, dos vasos y un sándwich de lechón. Reviso mis preguntas nuevamente, ensayo un ridículo simulacro y recuerdo haber traído conmigo mi ejemplar de Arquitectura del espanto. Pero Domingo de Ramos, el poeta, no llega. A pesar de ya pasada la hora, a pesar de que él insistió en que la entrevista fuera a las cuatro y no a las cinco. Me preguntó si se ofendió por mis quince minutos de retraso y se largó indignado, gritando, fiel a la oscura imagen que la gente guarda de él. Pasó una hora, dos. Salgo del bar con dirección al paradero y lo veo bajar de un colectivo. Pasa delante de mí, nunca me ha visto. Lo llamó con una palmada en el hombro.

-Domingo, ¿qué pasó? Ya son las seis
- Ah, tú eres el periodista. No sabía qué tan puntuales eran. Me tomé unas chelas con mi primo. Pero vamos al Pizelli pues.
-¿No iba a ser en Juanito?
¿Sí? No, vamos al Pizelli nomás.

Domingo es así: “no me importa nadie, y a nadie le importo. Lima sigue ejerciendo sus políticas marginales de siempre, sólo que ahora desde el postmodernismo”. Decidí, a partir de su impuntualidad, contarle lo que hablé con Francesca Denegri, crítica literaria conocida en el medio.

-Domingo, la tía me dijo que le gritaste ‘aburguesada de mierda’ luego de salir de una conferencia en la Universidad Católica, gratuitamente, sin que te haya hecho nada. Dice que estabas borracho, que no soltabas al mozo en el evento.

-Que esa gringa diga lo que se le dé la gana. Si eso fue lo que le dije, habrá sido por algo. Ella siempre opina cosas clasistas en este tipo de reuniones. No, no clasistas, pero, por ejemplo, habla de la búsqueda de reivindicación social en Arguedas, o cuestiones así. Parece una postura conveniente, ¿me entiendes? Me joden ese tipo de actitudes.

Jean negro bien rascuacho, barba de dos semanas, camisa sudorosa. Domingo encajaba perfectamente en el típico perfil del borracho de taberna. Pero estaba dejando el trago, confesaba, mientras yo le pedía al encargado que me trajera dos Pilsen, las únicas que yo iba a poder costear luego de compartir mi jarra de cerveza con el recuerdo de Domingo en Juanito. ¿Pero por qué lo estás dejando? ¿Te está haciendo mal? Yo ya conocía el origen de su confesión. Un año atrás, el poeta cayó gravemente herido por una rara infección al hígado y le recomendaron operarse cuanto antes. Sin un centavo, sin seguro médico, Domingo acudió a sus amigos e hicieron una parrillada pro fondos. El éxito de la operación llegó con una irremediable advertencia del doctor. Ahora Domingo trataba de llevar una vida que no conocía. Que la enajenaba desde la época de Kloaka, grupo poético que fundó a mediados de los ochenta junto a Roger Santibáñez y Marcela Dreyfus, y que se caracterizó por el empleo de un lenguaje abiertamente conflictivo, visceral, que apelaba a sentimientos relacionados al desgarro emocional y la exclusión social; una poesía que renegaba del establisment cultural de ese entonces y que lucía ciertos visos anarquistas. Pero ahora, lejos del joven estudiante de sociología de San Marcos que coqueteaba con la izquierda y se emborrachaba hablando del anonimato de los pueblos jóvenes, meditaba con rigor tomarse el vaso de chela que ya venía calentándose por más de diez minutos.

-Siempre fuiste bohemio, ¿no?
-No bohemio en el sentido estricto del término. La bohemia, como tal, dejó de existir hace muchísimos años. Yo fui un borracho que le gustaba declamar poesía en bares casi suburbanos, sin identidad. Pero nunca fui un borracho gritón, de esos que chillan a caudales por mujeres o discuten de fútbol frente a un televisor.

Por más que lo recordaba golpeando las mesas del bar De Grot, en el Centro de Lima, mientras recitaba "De la madre" en un recital organizado por el mismo bar, en la intimidad Domingo hablaba bajo y combatía su tartamudez con una lenta pronunciación. Y más allá de su precaria puntualidad y de lo que me advirtieron sobre él, el tipo parecía bastante amable, alejado de cualquier actitud bélica o confrontacional. “Mi poesía es otra cosa, es el lugar donde transcurren, sin miedo, sin pudor, mis demonios. Mi poesía es eso.”

-Entonces tienes una definición de “poesía”.
-No. Verás, la poesía es algo inefable, inenarrable. Es un misterio como la aparición del mundo, como el mar a medianoche, como la mujer que tiene algo y no sabe qué es, y tú menos.

El crítico y docente universitario Luis Fernando Chueca, señaló con declarada admiración que la poesía de Domingo de Ramos era la mejor que se había hecho en el Perú en los últimos veinte años. La que había marcado verdaderamente una pauta, una contribución, una estaca que delimitaba un antes y un después. De hecho, en el año 1996 ganó el máximo galardón poético del país, con el poemario Osmosis: el premio Copé de Oro, otorgado por Petroperú.

-¿Qué hiciste con el dinero?
-Me fui a Europa. No habría podido irme nunca de no haber sido por el premio. Es decir, he sido invitado a recitar en varias universidades de Europa pero no es lo mismo: yo quería viajar por mi cuenta y quedarme bastante tiempo. Quería ver un Monet de cerca, un Picasso. Caminar por donde caminaron Ezra Pound, TS Eliott.
-¿Y encontraste su Europa? ¿Esa Europa idealizada por los escritores latinoamericanos de inicios de siglo?
-No, por supuesto que no. Nunca puedes dejar de decepcionarte. No sólo no identificar tus percepciones de la realidad, o de tu realidad, en la realidad misma, sino en todo en general. Decepcionarte constantemente es necesario.

También ganó el premio de poesía erótica “Carlos Oquendo de Amat”, con su poemario Erótika de clase. “Ese poemario lo escribí específicamente para ese premio. Necesitaba la plata”. Lucho Chueca ya me había recomendado que no le hablara a Domingo de ese libro porque me iba a responder cualquier tontería con tal de no reconocer que fue producto de un enamoramiento. Prefería proyectar una imagen de poeta ajeno a esos temas, duro, ácido. Sin embarog, los poemas del pequeño volumen de tapa roja estaban bastante lejanos de ser cursis y sus aproximaciones al objeto poético eran bastante similares a las de su primer libro, impreso de forma casi casera, fiel a la ideología kloakiana: Pastor de Perros.

-Pero así se llama también la antología que te han hecho, ¿no?
-Sí, y aparezco horrible en la foto.
Se ríe, decide por fin acabarse el vaso, se sirve otro, y me pregunta cuánto tiempo más va a durar la entrevista.
-¿Y ahora si recibes regalías por la venta de tus ejemplares?
-Claro, la gente de Estruendomundo (la editorial) es mucho más seria. Me pagan por honorarios, todos los meses, no es mucho pero me ayuda a suplir algunos gastos. Además, el fondo editorial del Congreso quiere publicar mis obras completas.
-Pero me imagino que no sólo vives de eso. ¿Qué más haces?

El poeta había sido llamado para formar parte del jurado calificador de un concurso de poesía organizado por el Yacana, bar ubicado en los alrededores de la Plaza San Martín.

-Pero después de eso no hago mucho. Como no seguí ninguna maestría y me dediqué de lleno a la poesía, ni siquiera puedo pretender trabajar en docencia. Es dura la vida de un escritor que sólo vive del arte. No hay un debido apoyo cultural a los artistas en este país. Apuntar a una beca internacional es casi siempre la única solución.
-Pero entonces ¿qué haces? ¿de qué comes?
-Trabajo en cosas que prefiero no mencionar, que mi lector no debería conocer. Suficiente con algunos amigos.

Domingo siempre anda arrancado. Por eso me preocupaba que quisiera tomar más de dos chelas. Ya Antonio Cisneros, poeta y amigo suyo, me había advertido que no lo dejara chupar tanto porque era “un conchudo y me iba a succionar cual zancudo”. Resulta curioso que de Antonio Cisneros también se piense lo mismo: siempre tomado, siempre hasta las últimas. El Domingo que yo encontré me agradeció enérgicamente la invitación y se despidió con un abrazo. Mas yéndonos al paradero, me sorprendió con una pregunta:

-Y dime, ¿tú cómo te vas?
-En taxi para San Miguel, tengo que encontrarme con unos amigos.
-¿Y no me puedes jalar hasta, no sé, San Isidro?
-Pero el carro va a tomar la playa…
-Ya, no importa entonces. No te preocupes.

Y lo vi alejarse por la acera hasta confundirse con la oscuridad de la esquina. Fui a buscarlo, me olvidé de pedirle que me firmara el poemario, pero ya no estaba. Y si estaba, no lo reconocí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario